Publicaciones sobre la experiencia docente del CCH

Aprender a ser
Nuevos Cuadernos del Colegio Número 3


Fecha: 2013-11-26
Área: Talleres
Materia: TLRIID 1 - 4
Temática: Práctica docente cotidiana
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Autor(es)
Gloria Hortensia Mondragón Guzmán

Palabras clave: principios del Colegio, aprender a ser, cambios institucionales, ser docente.

Las formulaciones generales, o principios del Colegio, como se las llamó durante mucho tiempo, aprender a aprender, aprender a hacer y aprender a ser, han transitado por diversos acomodos a lo largo de la vida de la institución. En el nacimiento de nuestra escuela, fueron los principios fundacionales que la primera generación de docentes convirtió no sólo en orientación pedagógica, sino en un principio de vida que asumieron y grabaron en la piel, según cuentan los enterados, pues yo llegué algunos años después.

Los años transcurrieron y los principios se fueron convirtiendo en una especie de dogma, si se me admite el término; esto es, eran frases que todos repetíamos con gran fervor, sin tener ya mucha idea de su traducción en el aula. Yo ingresé como docente en 1988 y poco me habilitaban estos principios para trabajar con mis alumnos. Conocer de memoria las frases y estar de acuerdo con ellas no significaba que con eso bastaba para saber cómo organizar las clases en aquellas postrimerías de los años ochenta.

Actualmente, los principios se encuentran situados como parte de la misión y filosofía del Colegio, son el planteamiento más general de la aspiración pedagógica de nuestra institución para la formación de los estudiantes. Sin embargo, lograr su plena consecución al final del ciclo del bachillerato no es fácil, porque no sabemos cómo hacerlo, al ingresar a la planta docente. Todos hemos tenido como herramienta nuestra propia experiencia como alumnos; algunos, como en mi caso, esa experiencia escolar ocurrió dentro del sistema del CCH, pero no siempre ha sido tan afortunada como para la primera generación.

El CCH surgió con pocas entidades y definiciones académico-administrativas, pero esta construcción, aún inacabada, fue complementada por el entusiasmo de quienes pusieron en marcha el proyecto, tanto los docentes fundadores, como los alumnos que decidieron ingresar por primera vez a una nueva aventura. Todos aprendían a hacer y, con este “haciendo”, aprendían a aprender y, con todo eso en conjunto, aprendieron a ser. Fueron los cecehacheros per se.

Siete años después, cuando conocí el Colegio como parte de la séptima generación de estudiantes, transcurrieron las primeras dos semanas del primer semestre sin conocer a uno solo de mis profesores, ya que nadie se presentó al salón de clase en ese lapso. Había profesores en el plantel, pero estaban ocupados en un asunto trascendente: no podían aceptar la firma de la asistencia, porque era una imposición de las autoridades. Evidentemente yo no comprendía muy bien esta dinámica, puesto que todas las personas que trabajaban en mi familia, checaban asistencia en sus respectivos trabajos.

El asunto de la asistencia es sólo un ejemplo que me ayuda a mostrar cuánto habían cambiado las cosas, desde que los primeros maestros y alumnos se tatuaron al Colegio en la piel. El tatuaje de la séptima generación, y subsiguientes, no dejó de ser parte de la vida y el cuerpo de todos nosotros, pero ya había cambiado un tanto su sentido. El aprender a ser se mantenía como un fuerte principio, buscábamos ser solidarios, democráticos, erradicar la injusticia, acabar con las imposiciones arbitrarias que sojuzgaban a las mayorías y un largo etcétera, propio de un país tan lleno de desigualdades, como es el nuestro.

Es muy posible que estas ambiciones fueran, y hoy también sean, compartidas por muchos; sin embargo en nuestro Colegio permeó algo que yo llamo “el adoctrinamiento”, y no dudo en escribirlo con todas sus letras[1], porque me ayuda a describir el estado de las cosas, como yo he reflexionado en ellas. ¿En qué consistió este adoctrinamiento? Se instruía a los alumnos a mirar los objetos de estudio y los fenómenos de su contexto, desde visiones “únicas”, es decir, sabíamos que el mundo es uno, que la relación entre sus partes era de una única manera, y era obligación de todos los seres pensantes propugnar por que las cosas marcharan hacia esa única manera. Esa univocidad del mundo y de la sociedad, desde luego, incluía la democracia o la igualdad, así que todos debían estar de acuerdo con orientar sus acciones a las mismas luchas, los mismos métodos, los mismos fines, sin admitir la discrepancia. Y así, en mi generación de estudiantes, aprendimos a ser. Cuando las aspiraciones sociales, la concepción de los individuos y la comprensión del mundo que nos rodea, se acompañan del elemento doctrinal, se propicia una cerrazón para escuchar al otro y se aprende un cierto grado de intolerancia hacia un franco diálogo de ideas.

En el terreno de los contenidos escolares, y a manera de ejemplo del planteamiento anterior, se podía observar cómo los estudiantes veíamos a la sociedad en términos de un todo único, a través de una teoría social, económica y de estudio del devenir histórico: el marxismo, donde las clases sociales eran inamovibles y donde podía entenderse hasta quiénes eran los buenos y quiénes los malos; los alumnos aprendíamos a ver en blanco y negro, sin la posibilidad de apreciar la amplia gama cromática que conforma el ámbito social, incluidas las frecuencias que son imperceptibles para el ojo humano, si se me admite la metáfora. Aprendíamos también que la ciencia se construye a partir de el método científico experimental, que no sólo daba nombre a una asignatura, sino también consistía en una serie de pasos perfectamente ordenados, sin posibilidad de alterarlos, a cuyo servicio estaba la naturaleza. La tarea indagatoria, propia del ámbito universitario, se realizaba mediante una serie de pasos técnicos, que incluso han dado origen a las unidades de un programa de estudios[2], sin preocuparse demasiado por la capacidad inquisitiva del estudiante desarrollada en buena medida por su experiencia lectora y capacidad de relación de los fenómenos sobre los que aprende.

Indudablemente, para quienes contamos con la suerte de ingresar a la UNAM y, desde luego, de ingresar al Colegio, la vida nos cambió. Yo aprendí a ser férrea defensora de mis ideas, aunque en varias ocasiones no tuviera razón o era incapaz de mirar otros elementos de la realidad; aprendí a ser lectora, también férrea, y esto es de lo mejor que me dio el Colegio, porque es lo que me ha permitido seguir aprendiendo y entender que nada es de una sola manera y para siempre. El mundo cambia, nuestro Colegio necesita cambiar también, para dar respuesta a los nuevos contextos. Los docentes y alumnos necesitamos modificar y mejorar nuestro ser.

En su trayecto como institución, la consolidación del Colegio como sistema escolar del Bachillerato Universitario ha transitado por varias etapas, todas han girado en torno a aprender a aprender, aprender a hacer y aprender a ser, pero los caminos para lograr estas metas no siempre han resultado claros. Las prácticas educativas de los docentes se han visto inmersas en diversos procesos de cambio, no siempre tersos, desde el establecimiento de un Plan de Estudios, hasta la elaboración o revisión de los Programas de Estudio que de él derivan.

Modificar el Plan de estudios, en 1996, costó un cierre de los planteles y suspensión de labores por más de un mes; las modificaciones de los Programas han significado también desacuerdos y discusiones que no siempre han podido dirimirse académicamente, es decir, pensando en los alumnos, su contexto y necesidades. La discusión académica ha derivado en algunas ocasiones en discusión de orden político, debido a la historia vital de los profesores. En este panorama, muy propio del CCH, la formulación de contenidos de los programas no siempre ha resultado clara, porque prevalece el interés de los docentes sobre las necesidades del alumno. En el sector del profesorado, hemos aprendido poco acerca de saber ser.

Lo único seguro en este trayecto de cambios en el Colegio ha sido que todos estamos de acuerdo con sus principios, incluido el que se refiere a ser. Hoy, además, es necesario conciliar nuestra propuesta de escuela con formas educativas parecidas a sistemas escolares menos revolucionarios o novedosos, como fue el CCH en sus orígenes. En el sentimiento de algunos docentes, quizá incluido el mío, pareciera que debemos dejar de ser, para construirnos como algo distinto. Pero si se reflexiona más, se puede percibir que precisamente en eso consiste el proceso de construirnos como individuos: aprender, desaprender (tarea difícil de lograr) y volver a aprender.

En definitiva, al paso del tiempo, nuestro Colegio ha formado a un enorme número de estudiantes según unos principios que consideramos irrenunciables, pero los caminos para lograrlos han oscilado de un genuino entusiasmo inicial hacia una serie de caminos cerrados, o doctrinales, que han aportado a los estudiantes un itinerario de conocimiento, pero con poca atención hacia otras visiones de mundo. En el peor de los escenarios, afortunadamente los menos, los estudiantes están poco dispuestos a escuchar a quienes ven el mundo de manera diferente, y mucho menos a entablar un diálogo de ideas.

Las generalizaciones nunca se convierten en verdades absolutas y son poco operantes para describir realidades. Sin embargo, lo expresado hasta aquí es producto de mi experiencia, primero como alumna del Colegio y luego como docente que llegó a una institución que ya tenía buen camino recorrido desde su fundación. Las virtudes y los defectos estaban acendrados. En 1988, los docentes comprendíamos que lo importante era formar al alumno para que se insertara en la vida como un sujeto de bien, pero los caminos didácticos para lograrlo eran más o menos doctrinarios. Los alumnos aprendían a ser, también, más o menos inquisitivos, analíticos o abiertos a escuchar nuevas posturas e ideas; todo dependía del conjunto de profesores con quienes trabajaran durante su estancia en el CCH.

En el panorama actual del CCH, han sucedido muchos cambios. Nuestra inacabada organización jurídica y administrativa de 1971 se ha consolidado hoy con la existencia de un Consejo Técnico y Consejos Internos; somos Escuela Nacional y por lo tanto tenemos una Dirección General con toda su estructura. En el panorama académico, contamos con un Plan de Estudios reorganizado y Programas que han sido establecidos y modificados por integrantes de nuestra misma comunidad docente. En cuanto a la atención a los alumnos, existen programas específicos de asesorías y tutorías que dan respuesta a la nueva configuración de nuestro alumnado, pues son muy jóvenes y requieren atención en conjunto con la familia. Vaya cambio éste último, pues, en mi generación de estudiante, era casi un estigma no saber resolver nuestros propios problemas y requerir la presencia de los padres en la escuela.

Con este repaso rápido de cambios, sólo he pretendido mostrar la necesidad de que los docentes continuemos con la construcción de nuestro ser como maestros. Utilizo este término, porque, como define el diccionario, necesitamos ser personas “de mérito relevante entre las de su clase”.

Necesitamos saber nuestra disciplina en su estado actual, sobre todo cuando se trata de inmiscuir metodologías, por lo que aspiraremos a ser maestros abiertos y capaces de contrastar ideas. Traducir las partes de nuestra disciplina que son útiles para la formación de nuestros alumnos a un lenguaje y formas accesibles para ellos, requiere que seamos intuitivos y creativos, algo difícil de lograr, cuando los años pasan y nuestra actividad es parecida de un año a otro.

Otro aprendizaje importante para nuestro ser docente es el de la capacidad de diálogo con los otros, fácilmente conseguible, cuando se trata de interactuar con los colegas afines a nuestras ideas y posturas, pero muy difícil de lograr, cuando se trata de hablar con los colegas nada afines a lo que somos como individuos. Nuestros alumnos poco aprenderán de diálogo y tolerancia, si ven que los docentes tampoco somos capaces de mostrar esas actitudes. La historia de grupos y facciones en nuestra institución, tanto de docentes como de alumnos, ha dificultado los cambios que sólo son de índole académica y han entorpecido nuestro aprender a ser. A cuarenta y dos años de creado nuestro Colegio, es tiempo de centrar nuestra atención en este aprendizaje.

Las futuras generaciones de docentes necesitan saber ser maestros, debiera ser obligación de quienes hemos transitado primero por los pasillos cecehacheros, mostrar cómo. Para ello es necesario pensar en lo que hemos sido, lo que hemos hecho y extraer lo que hemos aprendido de ser docentes. De este itinerario reflexivo llegaremos a conclusiones acerca de lo que debemos cambiar, no sólo en nuestra práctica académica, sino también en nuestro más profundo ser. He querido esbozar aquí mi propio itinerario para encontrar, en el mejor de los casos, interlocutores que deseen continuar el diálogo.Ì



[1]En el Diccionario de la Lengua de la Real Academia se define doctrina como “enseñanza que se da para instrucción de alguien”, y adoctrinar como “Inculcar a alguien determinadas ideas o creencias”.

[2]Planteamiento del problema, hipótesis, esquema de trabajo, acopio de información (con instrumentos lejanos a la tecnología que hoy maneja un alumno), redacción del borrador, versión final, son los elementos que hoy integran el Programa de TLRIID IV y que corresponden también al índice de diversos manuales de técnicas de investigación. La manera de formar al alumno como estudioso de su mundo o de su contexto no ha cambiado desde la fundación del CCH. Aprender a ser investigador requeriría de nuevos caminos.